lunes, 19 de diciembre de 2011

Y todo empezó.


Veintitrés de julio. Once de la noche. Tú y yo, en una habitación, arropadas por la brisa del verano y un cielo cubierto de hermosas estrellas. Tú, tumbada sobre el colchón, con tu camisa negra, esa que tanto me gustaba que te pusieras porque marcaba tus anchos brazos, pantalones cortos y esa mirada que me
hipnotiza. Yo, a tu lado, sentada, con mi camiseta de rayas blancas y negras y las bermudas cortas que me regalaste un día. El colchón, bajo nosotras y una cortina que nos separaba del exterior, peligroso, cosa que lo hacía más
morboso aún...
Tú corriste la cortina con tus manos, perfectas y delicadas, pero brutas, y miraste al cielo con una sonrisa
que enamoraría incluso al más vil de los asesinos.
- Ven aquí, amor - dijiste rodeándome con el brazo que te quedaba libre -. ¿Ves esa estrella ahí en lo alto?
¿Esa que es la que más brilla?
- Sí - te dije, con mi mirada fija sobre tí, atenta a tus palabras y el movimiento de tus labios.
- Pues no tiene nombre, pero a partir de ahora será nuestra. Tendrá tu nombre, y así, cada vez que la mire al cielo, veré tu cara.
Dicho esto, te besé con la mayor delicadeza y sinceridad que te podría regalar. Y todo empezó.

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